e Ar
La neblina fué perdiendo su intensidad, conservando,
sin embargo, su penetrante perfume y una claridad mate
dió en el rostro al Muñeco, que abrió los ojos.
Al hombre que poco anes blandía un puñal había su-
cedido poco á poco otro feliz, y que no tenía conciencia
de su extraña felicidad.
Y se acordó de la Hermosa Jardinera, pero no de la
mujer perseguida primero y adorada después por Mont-
geron, sino en la que hacía poco viera y le pareciera
tan hermosa.
Y con acento de inaudita voluptuosidad, murmuró:
—¡Oh! ¡Cómo se debe amar á esa mujer!
Oyóse en aquel momento tun ligero ruido y un paso fur-
tivo se deslizó sobre la alfombra del tocador mientras
que la niebla se iba aclarando y haciendo cada vez más
trasparente, y tel Muñeco viá 4 la del cabello rojo que se
acercaba á él sonriendo de una manera tal, que habría
producido vértigo, y sus miradas, cargadas de efluvios
magnéticos, se fijaron en el Muñeco haciendo que acabase
de perder por completo la razón.
Y con una voz dulce, armoniosa y llena de encanto,
le dijo:
—¿Con qué crees que me deben amir?,
—¡Sí!—murmuró Pitavyn extasiado.
Fuese ella 4 sentar á su lado estrechándole una mano
entre las suyas.
Al sentir aquel contacto suyo, el Muñeco creyó que iba
á morir de voluptuosidad. :
—¿Y tú me amarás?—preguntó.
—SÍ.
Y el Muñeco, completamente loco, intentó pasar un
brazo alrededor de aquel talle esbelto y flexible como el
de una avispa.
—¿No me querías matar hace un momento?—le pre-,
guntó.
—No... no lo sé... te amo...
—¡Ah!
—Habla, manda y seré tu esclavo—añadió el Muñeco,
La Hermosa Jardinera le echó los brazos al cuello.
—¿Por qué quieres vengar á Montgeron?—le preguntó.
Al oir nombrar á su amigo, tuvo el Muñeco eomo un,
destello de razón y hasta, durante un momento, intentó