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desde Chatou á Bougival y desde Port-Marly á
Chareton.
Todos ellos hablaban en alta voz y casi al mismo
tiempo, pero podían hacerlo sin peligro porque ni
la posadera, señora Bardett, ni Catalina, la criada,
sabían una palabra en francés.
—¿ Vísteis alguna vez una cosa semejante ?—pre-
guntó el Muerte de los Valientes.
—¿El qué?
—A ese tití del Muñeco, convertido de pronto en
capitán. :
—Es cierto y merecido, porque á no ser por él,
todo estaba perdido,—murmuró Milon con hu-
mildad.
—La verdad es, compañero, —dijo el Guillotinado
encarándose con Milon,—que la cosa era bien sen-
cilla. Desde el momento en que los gitanos no esta-
ban en San Pablo, no era allí en donde había que
quedarse.
—Pero cuando se tiene una consigna, hay que
obedecerla, —suspiró Milon despechado.
— Sea; pero si el Muñeco no se hubiese pasado
de listo, esos bandidos de Estranguladores quita-
ban de enmedio al jefe.
Suspiró Milon otra vez y no respondió nada más.
El Muerte de los Valientes continuó:
—Y en cuanto á esa jovencita, si no es por el Mu-
ñeco, la queman viva.
—También es cierto.
—Y también fué el que la salvó, —dijo Milon con
ingenua admiración, porque el coloso era muy bue-
no, y no tenía envidia de nadie.
—Así es que el jefe le tiene en muy buen con
cepto.
-—Y tiene razón,—observó el Guillotinado.
—Habrá que ver si eso continúa, — indicó uno
de los asoladores, al que le molestaba algo la auto-
ridad concedida al Muñeco.
—Pues mientras tanto él es quien manda y el
que está enterado de todos los proyectos del jefe, —
dijo el Muerte de los Valienles.
-Y todos le obedecemos, —añadió Milon