XXXIX
Entretanto que esto sucedía, cabalgaba Milady
por el centro de aquel desierto valle, sobre el que
parecía pesar la legendaria tristeza que envolvía
al castillo. :
Los contados aldeanos que halló á su paso al
cruzar los campos, volvían á otro lado la cabeza
para no tenerla que saludar.
Aquel día preocupábase Milady mucho menos
que los demás, del extraño sentimiento de terror
que inspiraba,
Con una acre voluptuosidad, las narices dilata-
das y el pecho levantado aspiraba el aire vivo de la
mañana, refrescado aún por la borrasca de la no-
che,
Al extremo del valle y después de seguir algo su
camino hondo bordeado de setos, llegó á la carre-
tera imperial de Amiens á Noyon, y la atravesó
para internarse en otro sendero, que iba á parar
á un sitio más agreste aun que los alrededores del
castillo de Rochebrune.
Era Milady una intrépida amazona.
Al cabo de una hora llegó á un bosquecillo de ha-
yas y abetos, que se extendía por las últimas estri-
baciones de una colina.
La campiña estaba desierta.
A pesar de esto, antes de internarse en uno de
esos senderos forestales, que en el centro de Fran=
cia llaman falso camino, y en el norte una aber-
tura, echó pie á tierra.
El suelo estaba. enlodado y húmedo en muchos
sitios, /
La inglesa lo examinó con mucha atención, y no
pasó mucho tiempo sin encontrar huellas de pasos,
En el barro del sendero se veían las señales de
los gruesos zapatones de un aldeano,
Al lado de esta huella había otra, la de un calza.
do más fino, sin clavos y con tacón.
Cuando vió esta última huella exhaló un suspira
de satisfacción,
RS