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masiado para poderla matar, y durante cuatro
años fuí el carcelero de vuestro padre.
Al cabo de este tiempo ayudé á Franz á estran-
gularle.
Y, durante otros diez años más, fuí instrumento
dócil de vuestra voluntad y de vuestros caprichos,
¿por qué cambié de pronto de papel ?
¡Ah! ¿Queréis saberlo? Pues bien, escuchadme.
Una noche se presentó uno buscándome para
decirme que una mujer, que estábase muriendo
en un asilo de beneficencia, deseaba hablarme
antes de exhalar el último suspiro.
Fuime al asilo.
Y ví que la mujer que se estaba muriendo era
mi esposa,
Me arrojásteis, Roberto, de vuestro lado lo
mismo que si fuese una esposa perjura, y era ino-
cente. No quiero morir sin revelaros un importan-
te secreto. El comodoro Perkins no era mi aman-
te, ¡era mi padre!
Me dió un fajo de cartas amarillentas que guar-
daba bajo su almohada y que encerraban las prue-
bas auténticas de la verdad de sus palabras,
Había yo ayudado á asesinar al padre de mi es-
posa. Esta hija era de una falta cometida en su ju-
ventud por el comodoro, y por tanto, hermana
natural vuestra, ¿comprendéis, miss Elena?
Aun no—respondió friamente miss Perkins.
¡Ah! ¡Conque no comprendéis! ¿No os expli-
cáis que el remordimiento penetró en mi alma,
que me inspirásteis horror, parricida y fratricida?
Desde entonces me puse á pensar en la hija de
vuestra hermana estrangulada. Me acordé de esa
pobre niña, miserable gitana, que bajo el nom-
bre de Gipsy, se gana la vida bailando en las ca-
lles de Londres. Si á esa desdichada se la devol-
viese su fortuna, sería 'una de las más ricas here-
deras de Inglaterra.
—¡ Pero no se le devolverá I—exclamó miss Elena
con un rugido de bestia feroz.
Y alargando el brazo en dirección á Roberto,
apretó el gatillo.