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mino muy largo, salió de Londres y se detuvo en
el campo á la entrada de un valle desierto.
»En ese valle había un cercado medio derruido é
invadido por la hiedra,
»En aquel cercado la tierra estaba removida y,
formaba montoncitos en algunos stiios.
»Era un cementerio; el de los gitanos.
»—¡ Aquí es!—le dijo.
»El ministro ayudó entonces al sepulturero y éste
al primero,
»Removieron la tierra aún fresca y sagaron un
ataúd de la fosa.
»Después y accediendo á los ruegos de la joven,
se llenó la fosa de manera que disimulaba la falta
del féretro,
»Hecho esto, el ministro y el sepulturero cargaron
sobre sus hombros el ataúd. llevándolo así al coche
y en éste lo transportaron al cementerio en que sir
Newil se encontraba.»
El sepulturero dijo que la joven debía ser muy
pobre desde el momento en que no había podido
mandar poner una cruz sobre la tumba,
El presbiteriano bendijo el ataúd y el desconoci-
do, hombre ó mujer, el sepulturero lo ignoraba,
reposaba en tierra santa,
Como último informe sir Arturo averiguó que la
joven iba una vez á la semana á orar al lado de
aquella sepultura y que siempre que lo hacía de-
rramaba abundantes lágrimas.
No iba, sin embargo, siempre á las mismas horas
como si tuviese miedo de que la siguiesen.
Dió sir Arturo dos guineas más al sepulturero y.
le mandó póner una hermosa cruz de hierro y cla-
varla en el montículo de verde musgo que cubría la
fosa.
Volvió al día siguiente y, colocó en la cruz una
corona de siemprevivas.
Durante varios días volvió á aquellos lugares,
Al cabo una tarde dió un grito de alegría al ver
que al lado de su corona habían colgado otra,
La joven había debido ir allí.
En el momento em que salía del cementerio: se