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todo lo que había sucedido; el furor repentino
de sir Jacobo, sus feroces deseos, su resolución
de matarla, y de qué manera lo había evitado,
inveptando lo referente a la existencia de aquel
niño, lo que fué como una inspiración y la per-
mitió ganar tiempo.
Relató también cómo, al verse dueña del puñal,
se había creído salvada, y después perdida sin
remisión ni esperanza, habiendo cerrado los ojos
al sentir que el lazo caía sobre sus hombros.
¿Un minuto más, y no había salvación para
mí!—dijo al concluir.
—En adelante no tendrás que temerle—respon-
dió Rocambole, estremeciéndose.
¿Ha muerto ? preguntó Vanda.
No, pero se halla en la misma situación
que Antonieta cuando la sacamos de la cárcel.
En otro tiempo, le hubiera matado, pero juré no
derramar sangre más que en último extremo,
y para defenderme.
¿Qué piensas hacer con él?
Le tendré encerrado en la cueva de la casa
de la calle de Vert-Bois, hasta que hayamos con-
seguido lo que nos proponemos, es decir, hasta
que se encuentren los millones de Gipsy.
¿Y entonces ?
Le daré otro narcótico; le meteremos en una
caia como una mercancía cualquiera, y le man-
daremos a Londres, en donde puede que estén
aún de moda los Estranguladores, porque en
París ya nadie hace caso de ellos.
Milón se había quedado en el jardín.
Rocambole se acercó a la ventana, y le dijo:
-—¿No oyes ningún ruido ?
Ninguno—contestó Milón.
En casa no hay nadie, pues todos los cria-
dos han salido—dijo Vanda.