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Timoleón acabó el arreglo de su modesto ajuar,
habiendo reemplazado su sombrero por una gorra
de doble visera, y en forma de pantalla, que
contribuyó a hacerle más desconocido.
Pasó gran parte de la mañana oculto tras las
persianas de la ventana que indicó al Pastelero,
confiando en que tarde o temprano vería a Ro-
cambole o a Milón.
Ni el uno ni el otro parecieron.
Creyendo que se trataba de una verdadera
agencia de colocaciones, se le presentaron tres
o cuatro criadas desacomodadas.
Timoleón tomó nota con mucha gravedad de
sus nombres, diciéndolas a todas:
Volved mañana por la mañana.
A eso de las doce, bajó a la frutería y compró
un pedazo de queso, dos rajitas de salchichón
y una copa Ue vino.
Después, se volvió a su agencia.
—Me parece que es buen hombre—dijo el fru-
tero a su mujer,—y hay que confesar que no
molesta.
“—Con tal de que pague bien-—respondió su
mujer.
—Dentro de tres meses. lo veremos—replicó
el frutero, y no se volvió a ocupar más del
nuevo inquilino.
Al obscurecer, salió otra vez Timoleón, y en-
contró al frutero en el portal, y el pie de la
escalera interceptado.
Dos mozos de un almacenista de vinos de
Bercy, estaban descargando un bocoy para ba-
jarlo a la cueva, no por la compuerta que viera
Timoleón en la trastienda, sino por la escalera
principal, que era de uso de todos los inquilinos.
El bocoy era muy pesado.