a través de las blancas cortinas de su cuarto
la luz de su lámpara mucho después de dar las
doce de la noche.
Para conciliarlo todo alquiló Luciano el primer
piso de la casa, que precisamente acababan de
restaurar, y era bastante espacioso.
Lo amuebló después de una manera decorosa,
y el día en que el anciano profesor, muy emo-
cionado, se instaló allí, le dijo Luciano:
—Dentro de un mes, padre mío, seré el esposo
de María y tomaremos un lindo hotelito en Neui-
lly o en Auteuil y abandonaremos esta horrible
casa.
Es, pues, en ese primer piso en el que vamos
a penetrar con nuestros lectores.
Era a eso de las doce,
Hacía muy poco que María y su padre habían
almorzado.
El anciano estaba sentado al pie de la ventana
contemplando ese rayo único de sol de que hemos
hablado antes, y que solía, en los días serenos,
presentarse al mediodía.
En la habitación inmediata hallábase María
terminando su tocado, tan sencillo, que no pa-
recía el propio de una joven que iba a casarse
con un hombre tan rico como Luciano.
Este le había dicho la víspera antes de mar-
charse:
Mañana me iré a pasear por las Tullerías a
la misma hora en que soléis acompañar a vues-
tro padre. Si, lo que no es de creer, hiciese
mal tiempo o lloviese, vendría directamente aquí,
pero a eso de las dos.
Y como el tiempo no podía ser mejor y María
ignoraba los acontecimientos ocurridos aquella
noche, y Rocambole, que se había encargado
de decírselo, aplazó tan penoso mensaje, siguió
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