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colgó su muestra en el portal. Hecho esto, se
marchó.
Y una hora después volvió.
¿Seríais tan amable que me dejaseis un
momento la llave? Quisiera tomar la medida de
las ventanas para hacer las cortinas.
La cosa era tan sencilla que el frutero no
se negó.
Subió el vejete, se encerró en sus habitacio-
nes y después de haber estado escuchando un
momento se convenció de que el tabique que
separaba su cuarto del otro en el que había
visto a los “dos jóvenes, era muy delgado.
El ruido de las voces pasaba de una parte a
otra.
Arrancó con mucho cuidado un trozo de pa-
pel del que cubría el tabique, papel que, por
otra parte, se estaba cayendo a pedazos, AE
cando del bolsillo un taladro de carpintero em-
pézó a hacer un agujero.
Cuando comprendió que le faltaba muy poco
para llegar al otro lado, suspendió su trabajo.
Por hoy ya es bastante—se dijo.
Volvió a colocar el papel sobre el agujero y
pasó el pie sobre el yéso que había caído sobre
los ladrillos para ennegrecerlo y darle la apa-
riencia del polvo.
En el momento en que, después de entregar
la llave al frutero, se iba calle abajo, entraba
una mujer en ésta.
Cubría su cabeza una cofia pequeñita; sobre
un vestido ajado de seda, llevaba un gabancito
encarnado. Peinada además de una manera ex-
traña, tenía las medias cascarientas, y como se
ecogía el vestido más de lo necesario, parecte
iquella mujer, que era joven y muy linda pos
jerto, una de esas bellezas averiadas que fava