Se puso apresuradamente una bata, y sin en-
tretenerse á encender una luz, salió á la antecá-
mara.
Abrió la puerta, y, á pesar de que la obscuri-
dad no le permitía ver á la persona, fuese hom-
bre ó mujer, que llamaba, exclamó:
—¡Madre mía!
—Sí, yo soy, hijo mío—respondió la voz con-
movida de miss Elena.
Entró ésta, y Luciano la estrechó entre sus bra-
zos, diciéndola:
—¡Venid! ¡Venid conmigo, que os estaba espe-
rando!
—¿Que me esperabas?—le preguntó sorprendida
miss Elena.
—Sí, cuando se abrió la puerta de abajo, sentí
una cosa inexplicable, y, me dije: ¡ahí está mi ma-
dre!
Y la llevó más bien que guió á su cuarto,
En la chimenea de éste se consumían los restos
del fuego proyectando alguna claridad en la ha-
bitación, de tal manera, que á Luciano ni siquie-
ra se le ocurrió encender las luces.
Sentóse miss Elena como rendida por el can-
sancio Ó la emoción, y dijo:
—Luciano, hija mío, venga á despedirme de ti,
—¡Madre mía!
—Sí, hijo mío, vengo á decirte adiós — repitió
miss Elena.
Trastornado, arrodillóse Luciano á sus pies,
—Pero, ¿4 dónde vais, madre mía?
-—Emprendo un viaje, hijo mío.
—¡Oh! ¡Eso es imposible!
—No lo es, y no volveremos á vernos más.
Dió un grito, la cogió las manos, y las estre-
chó convulsivamente entre las suyas.
—¿ Quereis que muera?
=—No, no; quiero que seas feliz,