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Pasado un momento en silencio, dijo Rocam-
bole:
—Os ofrecí los medios de salvaros, y para que
pudieseis gozar de una vida tranquila y feliz, si
era caso de que los remordimientos os lo permi-
tían, al lado de vuestro hijo y de su esposa, y
no quisisteis escuchar mis consejos.
Al oir esto, recobró de pronto miss Elena toda
su fogosa energía.
—¡Queríais obligarme á que despojase á mi hi-
jo!—exclamó.
—De una fortuna que no le pertenecía—replicó
con acento frío Rocambole
—¡Eso jamás!—dijo con vehemencia miss Lle-
na. —Y nadie, a»solutamente nadie, sabrá en dón-
de está esa fortuna.
-Como viví veinte años á vuestro lado, pude
enterarme de vuestros secretos—observó el ma-
yor Hof.
—¿Y tú sabes, miserable?...
—Sé que es suficiente que se presente á un ma-
gistrado, que habita en Edimburgo y que se lla-
ma sir Jurn Macjerson, un medallón que lleváis
siempre colgado al cuello, para que aquél entre-
gue, á quien quiera que sea el portador, los títu-
los de propiedad de esa fortuna, que está toda
ella en numerario y que se halla depositada en la
casa de banca de Humplirey-Davis y compañía.
Contemplaba miss Elena alternativamente á
aquellos dos hombres en cuyo poder se hallaba,
Habríase dicho que era una pantera que había
caído en una trampa.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —murmuró.
—Hablad bajo, miss Elena—la dijo Rocambole,
—porque vuestro hijo no está muy lejos de aquí,
podría oiros y entonces...
Entonces ¿qué? -— preguntó miss Elena con
acento amenazador,