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—Hace cuarenta y ocho horas que vi su cadáver,
—dijo Montgeron.
—¿ Venís de Londres?—preguntó Lepervier,
—No me moví de París,
—¿Dónde y cuándo lo visteis?
—In una casa de campo á dos leguas de París,
—dijo Montgeron, y Lepervier, muy excitado, sacó
la fotografía que recibiera de Londres y enseñándo-
sela le preguntó :—¿ Le reconocéis?
—¡Es él! —exclamó Montgeron.—Ahí está tal cual
le vi.
—¡Con menos que esto, hajy suficiente para vol-
verse loco! —dijo Lepervier poniéndose de pie.
Miráronse ambos con mutuo asombro. ¿Qué sig-
nificaba la declaración del vizconde, y qué la úl-
tima frase de Lepervier? Montgeron fué el prime-
ro que habló.
—Por lo que veo, —dijo,—la policía se me anti-
cipó, y esa fotografía es una prueba de que mien-
tras me reponía del letargo, que fué consecuencia
de mi aventura, se hicieron pesquisas en Bellevue
en casa de la Hermosa Jardinera y se consiguió
descubrir el cadáver de mi amigo Maurevers.
—Ante todo, señor vizconde, he de manifestaros
que no sé ni una palabra de lo que me decís, —
dijo Lepervier interrumpiendo bruscamente á
Montgeron que se puso en pie á su vez retroce-
diendo 'un paso y replicando:
—¿Cómo se explica, entonces, que si no hallas-
teis el cadáver, tenéis en vuestro poder esa foto-
grafía?
—Supongo que no estaréis loco, —dijo Lepervier
fijando en Montgeron, una mirada interrogadora,
—y que yo estoy cuerdo; pues bien| á ¡pesar de eso,
hay que creer que ambos tenemos trastornada la
razón. ¿Visteis el cadáver de Maurevers?
—En Bellevue, en una casa que pertenece á una
mujer, á la que no conozco más que por la Hermo-