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Empezó entonces, en el centro mismo de Pa-
rís, una de esas cazas extrañas, maravillosas, que
se habría dicho estaba sacada del relato de algún
trampero ó peón del Nuevo Mundo.
Se sabe de qué modo los guardabosques y los
monteros, practican en el bosque durante la no-
che esa operación que le llaman hacer el ojeo.
Algunas veces está solo el montero, y otras, le
acompaña algún mozo de la perrera.
La noche está silenciosa, y no es ni luminosa,
ni obscura, y el viento ha cesado. El bosque duer-
me con sus distintos huéspedes; el pájaro en la
rama, con la cabeza bajo el ala, y el corzo en su
cubil.
A diez pasos de los nocturnos ojeadores, abre
la marcha un perro, un sabueso, que husmea con
mucha paciencia, deteniéndose algunas veces dan-
do un ahogado ladrido, y continuando después.
Si la detención dura mucho tiempo, si el pe-
rro tiene la nariz muy pegada al suelo y á la hue-
lla descubierta de venado ó jabalí, se acercan los
piqueros ó monteros rompiendo una rama de ár-
bol para marcar el sitio,
El sabueso, continúa: luego buscando.
La caza que Milón, el Muñeco y la hermosa Mar-
ta iban persiguiendo, se parecía mucho á uno de
esos ojeos.
El perro iba delante, con la nariz al viento,
y galopando.
De vez en cuando daba un ladrido ahogado, lo
que indicaba á los tres cazadores, que seguía el
buen camino.
Timoleón había ido á pie hasta el boulevar, y
en el arrabal .de Saint-Martín, tomó un carruaje,
Precisamente, allí se borraba la huella.
Al llegar el perro ála acera de la izquierda,
saltó hacia adelante, se detuvo, retrocedió luego,
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