En el fondo del calabozo y acurrucado sobre
un montón de paja fétida se hallaba un viejo
descarnado, cubierto de andrajos y, cargado de ca-
denas.
Un viejo que, al ver presentarse á la gilana,
cruzó las manos y dijo con voz lastimera:
—¡Gracia! ¡Gracia!
No estaba loco; gozaba de la plenitud de su
razón y tenía conciencia de las torturas sin fin
que experimentaba.
—¡Ah! ¡Me pides que te tenga compasión !—ex-
clamó la gitana con siniestra risa.—¿La tuvisles
tú de Perdido?
Y volviéndose hacia el Muñeco, añadió:
—Puesto que leiste el manuscrito de Turquesa,
debes saber quien es ese hombre, ó mejor de-
monio.
Es el monstruo que nos inculcó á Perdido y á
mí el odio al marqués de Maurevers; es el duque
de Fenestrange que fué en otros tiempos á Orien-
te en busca de abominables secretos. El fué quien
me enseñó el arte de matar con perfumes y, en-
loquecer con besos.
El fué quien armó la mano de Maurevers con
una pistola é hizo que este matase á Perdido...
Y se echó á reir como tun engendro del infierno.
—¡Y creyó escaparse de mis manos! ¡Se figu-
ró que yo me contentaría con torturar á Maure-
vers y que le dejaría que gozase en paz de su ven-
ganza. ¡Ah!
El imuñeco contempló uno tras otro al ancia-
no y á aquella furia.
Esta continuó:
—Perdido habríase quedado sin venganza si yo
no me hubiese apoderado de este hombre... que
me dió oro y colocó esclavos á mi alrededor, y