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así como tampoco observó que los dos hombres,
que poco antes les acompañaban en su visita al
calabozo del duque de Fenestrange, no les st-
guían.
La Hermosa Jardinera retrocedió hasta la puer-
ta y desapareció.
El Muñeco quedó solo y no vió nada.
Las pinturas que cubrían las paredes le recor-
daron, aunque de una manera vaga, la pagoda
de Hamsteat, en la que estuvo en poco que no
pereciera Gipsy.
Imaginó de pronto que oía la respiración de
un sér humano, pero cerca de él.
Al cabo vió moverse una cosa en uno de los
rincones de la sala.
Por último se le apareció un hombre que esta-
ba acurrucado, encogido, sobre una pila de al-
mohadones.
Tenía la actitud propia, por su éxtasis, de los
fumadores de opio.
Sus pómulos enrojecidos, ojos hundidos y sin
brillo y caídos labios, revelaban á las claras el
abuso del funesto narcótico.
A su lado, y tirado sobre una alfombra, veíase
el tubo dde un nargilé.
Acercóse el Muñeco.
Aquel hombre, ó mejor dicho, fantasma, no era
más que un ser descarnado, encanecido, temblón,
pero que se parecía mucho, sin embargo, á aquel
cadáver ante el cual se detuviera el Muñeco poco
antes.
Y, al verlo, díjose éste:
—Debe ser el marqués de Maurevers.
Movíase el fumador de opio, más no era la pire-
sencia del Muñeco la causa de su agitación.
Entregado por completo á su ensueño, insen-
- sible á las cosas exteriores, viviendo concentrado