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puedes matar á ese hombre cuando tengas por
conveniente, pues franqueará el dintel de la eter-
nidad sin darse cuenta de ello.
—Eres muy inteligente y cuanto dices es en la
apariencia, rigurosamente exacto— replicó Rumia
sonriendo.—Te equivocas sin embargo.
—¿ Cómo?
—Sí, porque el marqués tiene horas de lucidez.
Conmovióse el Muñeco.
—Sí, horas en las que se acuerda de su nom-
bre, de su hijo, de su vida de antaño, horas en
las que yo le inspiro horror y en que, no obs-
tante, me ama más que nunca,
—¡Es imposible!
t_ —¿Lo crees así?
y —Sí, porque el opio embota la inteligencia.
—Tienes mucha razón, pero poseo el secrelo
de un reactivo tan poderoso, que desvanece por
un momento el efecto estupefaciente del opio.
Y, esto diciendo, sacó Rumia del seno un fras-
quito que destapó.
Se puso en cuclillas al lado del nargilé, y echó
unas cuantas pulgaradas del polvo blancuzco que
contenía el frasco, en el recipiente de la pipa,
en la que ardía un resto del narcólico.
Cogió al mismo tiempo el tubo y lo acercó á
los labios del alelado marqués de Maurevers, di-
ciéndole:
—¡Fuma!
El desdichado idiota oprimió entre sus labios
la boquilla del tubo fatal.
Miró la Hermosa Jardinera al Muñeco y, le dijo;
_—Ahora verás,