VI
No acertaba el Muñeco á separar la mirada de
aquel fantasma que se había llamado el marqués
de Maurevers y que, en punto á inteligencia pa-
recía haber descendido á un nivel inferior al de
la bestia.
Rumia, la Hermosa "Jardinera como la llama-
ban y á la que el Muñeco había querido matar
mo hacía aún una hora, hallábase á la sazón á
un lado y á solas, puesto que sus dos guardia-
nes habíanse quedado á la parte de afuera.
El Muñeco no tenía en su poder ni revólver
ni puñal, mas era hombre y además joven y ro-
busto, y un hombre puede vencer casi siempre
á una mujer.
Podía arrojarse sobre ella de improviso hacién-
dola un collar de hierro com sus dos manos y
estrangularla antes de que nadie acudiese en su
ayuda.
No se le ocurrió siquiera semejante idea.
La pesada atmósfera que le rodeaba había con-
tribuído á darle una flojedad de nervios extraor-
dinaria y apaciguó su cólera privando á su alma
de toda energía.
Rumia se sentó ásu lado y no la hizo caso
concentrándose toda su atención en el marqués
de Maurevers.
Este segula fumando.
Y lo hacía con ese encarnizamiento febril pro-
pio de los orientales que buscan en el ensueño
insensatos goce