verdugo—contestó el marqués con acento de des-
precio y de ira.
—Te equivocas.
Y Rumia se rió con mofa infernal.
—El señor—dijo,—es uno de tus amigos.
—¡Ah!—hizo el marqués.
Su mirada apagada se fijó con tenaz insisten-
cia en el Muñeco al que veía por primera vez.
—No me acuerdo—murmuró al cabo apoyan-
do la cabeza entre las manos. .
—El señor—siguió diciendo Rumia,—es un ami-
go de Montgeron.
—¡Montgeron !—repitió el marqués.
—¿No te lo he dicho antes de ahora? Montge-
ron ha muerto,
El marqués sollozó.
—Es un amigo de Montgeron. y lo mismo que
él, se dedicó con mucho empeño y valentía á bus-
carte y encontró á tu hijo...
—¡No tengo ningún hijo!—repitió con energía
el marqués.
Rumia se encaró con el Muñeco diciéndole:
—Aseguradle que esta mañana estaba aún en un
colegio de la calle de Postas.
—Es verdad—respondió el Muñeco inclinando
la cabeza.
Irguióse de nuevo el marqués de Maurevers. Sus
ojos centelleaban y su cuerpo debilitado parecía
haber recobrado alguna fuerza.
—Pues bien—dijo;—es cierto; tengo un hijo,
pero no sabrás en dónde está.
—Te equivocas, porque lo sé.
—¡ Mientes!
—Está en mi poder desde esta mañang—con-
cluyó Rumia.
—/|Mientes!
—Te voy á dar una prueba de ello,