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—¡Qué diantre! Sabed que dormísteis durante
sesenta horas, durante las cuales os hice tragar
constantemente cucharadas de caldo sin conse-
guir despertaros.
Es cierto que tomásteis un narcótico en el vaso
que os sirvieron, lo que nos permitió curaros vues-
tras heridas y quemaduras sin haceros sufrir.
—Todo eso está muy bien, pero no es lo que
yo quiero—dijo el Muñeco.
—¿Qué es, pues?
—¿ Debo permanecer aquí?
—Rocambole lo dijo: “es inútil que el Muñeco
regrese á París antes de enterarse de lo que di-
ce el manuscrito que le dejo.
—Está bien, me quedaré aqui.
—Además tengo aquí provisiones, es decir, vino
y comida; podemos, pues, comer y beber.
—A fe mía—dijo el Muñeco sonriendo,—que por
mucha que sea la obediencia respetuosa que de-
ba al jefe y grande la impaciencia que me domi-
na por conocer el manuscrito, te confieso que me
muero de hambre y de sed.
—Esperadme, entonces—dijo Milón.
Y salió volviendo poco después empujando una
mesita ya servida.
—¿Cómo llamaremos á esto?—preguntó el Mu-
ñeco.—Que me cuelguen si adivino desde el fon-
do de este subterráneo la hora que es.
—Son las doce de la noche—respondió Milón.
—Siendo así, cenemos.
—Y voy á cenar en vuestra compañía, porque
yo también tengo mucho apetito—añadió el an-
ciano coloso. í
Había ocurrido un hecho que excitaba tanto la
curiosidad del Muñeco como el «manuscrito de-
jado por Rocambole,