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—Sí, —respondió la joven.
El vendedor de pescado, era hombre honrado, y,
bastante bueno: no le disgustaba ver á una mujer
joven, y, por más que tuviese ciertas pretensiones
cuando entraba en algún establecimiento público,
en. vez de irse á instalar en un departamento des-
tinado á las personas bien vestidas, se sentaba en
lo más concurrido, para charlar y estar á sus an-
chas. mor
—Tenéis que andar un buen rato aun, pla ita,
pues desembarcaréis en, la. estación, de Charing-
Cross, y luego seguiréis su línea recta. Lawren-
cestreet, es una de las peores calles de Londres,
y la iglesia de San Gil, de las pobres, pero para
llegar hasta allí, hay que pasar por sitios magní-
ficos. Y cuando hayáis atravesado por Piccadilly,
no os faltará tanto; ¿venís en busca de algunos pa-
rientes ?
—No,—respondió la joven,—no conozco á nadie
en Londres, pues me dijeron que en Lawrences-
treet, vivía 'un irlandés que se llama Patricio, y
que nos daría alojamiento á mi hijo y á mí.
—Todos los irlandeses se llaman así, madrecita,
—replicó el vendedor de pescado,—y si no tenéis
más datos que esos, me parece que dormiréis gal
sereno,
Levantó la irlandesa la cabeza, y miró al cielo
con aire resignado.
—Dios es bueno, —respondió, Ty estoy segura que
no nos albandonará.
El obeso escocés preguntó :
—¿Venís á Londres para ble ar: y
—No lo sé,—respondió la irlandesa.
Y la respuesta no dejaba de ser extraña, sobre
todo teniendo en pm el sórdido atavío de la
joven.
—Los únicos que en Londres pueden pasar sin
traba¡ar, son los lores, —indicó el escocés,
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