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Friards, como le llaman los ingleses, y tocó du-
rante un minuto en Temple Bar, lanzándose des-
pués hacia el Sudoeste.
Desgarróso la niebla bajo el esfuerzo de un rayo
de sol, y madre é hijo pusiéronse á contemplar
el grandioso espectáculo que se desarrollaba ante
sus ojos. '
A la derecha veíase el palacio de Sommerset y,
á la izquierda las negras casas de South Wark, de-
lante de ellos el puente de Waterlóo, más á lo le-
jos aun el de Westminster, y medio difuminadas
por la niebla, la antigua Abadía y el Parlamento,
cuyos cimientos bañaban las aguas, completamen-
te perdido entre la bruma y en la. orilla derecha
del Támesis, Lambeth Palace, la suntuosa resi-
dencia de los arzobispos de Cantorbery.
Aquel era el Londres opulento, el Londres de
los palacios, la ciudad de los amos del mundo,
que se presentaba deslumbrador á los admirados
ojos de los modestos viajeros.
Y, no obstante, el niño, el irlandesito cubierto
de andrajos, se desprendió de Jos brazos de su
madre, se dirigió á la proa, y dirigió tuna altiva
mirada á la inmensa ciudad.
Habríase dicho que era un aguilucho que desde
el borde de su elevado nido, contemplaba con se-
renidad las vastas llanuras de la atmósfera y del
aire de las que, en adelante, iba á ser el rey.
Y el gentleman, que ni un solo momento dejara
de observar á la madre y al hijo, sorprendió aque-
lla mirada y se estremeció.
—¡Oh! ¡Cualquiera diría que es la mirada cen-
telleante de sir Edmundo! :
Al mismo tiempo, la mujer que también los con-
templaba con extraña curiosidad, se deslizó como
un reptil al lado de la irlandesa,