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f PPNANRRRA
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—Es preciso que mi hijo y yo estemos allí para
la misa de las ocho. his
—Siendo 'así OS gi iia á las siete; que-
rida, buenas noches. 1,
Ye 'mistr ess Fanoche encendió una vel: 1 que dejó
sobre la mesa, y, Rca de hacer una caricia al
niño, se retiró. ;
Al quedarse sola con su hijo, fuand la irlande sa,
lo cogió en sus brazos.
El niño se había puesto muy serio otra vez.
—¿Es qué nos vamos á quedar aquí, madre?
-Sí, hijo mío.
-¿ Durante mucho tiempo?
—Hasta mañana.
—Está bien; ¿y nos iremos después?
1
—No habrá más remedio—contestó la irlandesa.
ar ando. (
—¿ Y por qué no nos vamos en seguida ?
Porque es imposible, hijo mío.
—¡Ah!—exclamó el niño.
Y se quedó silencioso; y luego, mientras que su
madre le desnudaba para, meterlo en la cama, aña-
dió en voz baja.
—Tengo miedo.
—¡¿ Y por qué has de tenerlo?—pr eguntó la po-
bre madre.
Porque esa niña me dijo que no convenía que
continuásemos aquí.
—¿ Qué más te dijo?
—Quo esas mujeres son muy malas y que me
pegarían. ;
—¡ Acaso mo estoy yo aquí para defenderte?
—Es verdad... entonces nos quedaremos, pero
nos marcharemos mañana ¿no es verdad? ¿Me Jo
prometes? :
—SÍ.
—Si es así, buenas noches, madre. >
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