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lá no sabes quien, soy, ni que Inglaterra me con-
denó á muerte y puso á precio mi cabeza y que,
tal vez, ¡al día siguiente de nuestra unión, tendrías
que llevar traje de luto.
—¿Y qué me importa 4 mí que seais Ó no un
proscripto? Tal cual ella sea, compartiré vuestra ,
suerte, y si morís, sabré morir 4 vuestro lado.
Me estrechó entre sus brazos y su corazón. latió
sobre el mío, 'uniéronse nuestros labios, y en una
fría noche de invierno, en la qué las estrellas bri-
llaban en el cielo, nos: desposó el Dios de la: Irlan-
da. Al día siguiente un sacerdote santificó nuestra
tunión ante el altar, y
Desde entonces mi esposo se puso á trabajar con
mi padre en el rudo oficio de pescador, y así
transcurrieron muchos meses. Las casacas rojas se
habían marchado y, como decían, los lores, Irlan-
da estaba 'una vez más tranquila.
Fuí madre, y cuando nació mi hijo, su padre
le cogió en brazos y me dijo:—Puede que este niño,
sea un día el salvador de Irlanda. :
Y lo que él decía, veíalo yo de igual modo que
si Dios hubiese hablado.
Al llegar á-este punto de su relato, exhaló la ir-
landesa un ahogado sollozo y se enjugó los ojos
llenos de lágrimas.
—Seguid, hija mía, —dijo; lel abate Samuel con
grave acento,
, XI
La irlandesa continuó:
—A mi hijo empezá 4 crecerle el pelo, y lera casi
negro por más que á esa edad, y en nuestro país
el de los niños es generalmente rubio. Un día mi
padre y yo observamos, que en, medio de la mele-
na color castaño del niño, creció un mechón de