Cerró jel Hombre Gris todas las puertas y,
acercó á la lanonadada vieja.
—Decidme, amiga mía, ¿oísteis hi ablar alguna vez
de Newgate ó de Mil Banck? Pues ya sabéis que
son hermosas eárceles, en las que se encierra á los
eriminales y todo parec le indicarme que muy pron-
to vais á hacer conocimiento con la una ó con la
otra. vel ]
—Haced de mí lo que queráis- dijo la vieja con
voz moribunda;—pero tomo al cielo por testigo...
—Nos está esperando un carruaje á la puerta,
—siguió diciendo lel Hombre Gris,—os meteremos
en él, y os llevaremos á ver al magistrado de
policía, si les que en seguida no ¡nos decís dónde
está el niño. »
—No lo sé—respondió la e
—¡Lo sabéis!
—Matadme si os parece, mas no puedo hablar—
dijo. po
—¿Qué os parece si la ahiore vásemos?—lo pre-
guntó el Dandy. >
— Bueno, no hay inconvt Entente —re0 nó el
Hombre Gris, que pensó que aquella amenaza ha-
ría mucho más efecto que el nombre del magis-
trado de policía.
Quitóse el Dandy la corbata y la p: asó addedos
del cuello de la vieja.
Dió ésta 'un grito sordo; mas como estaba dela:
da de una energía sorprendente, repitió:
—Matadme si queréis, que no diré nada,
El Dandy anudó la corbata.
—Aprieta—ordenó el Hombre Gris.
La vieja dió un nuevo grito, pero más “sordo
y más ahogado que el primero. > rd pomo
De pronto resonó con violencia la campanilla
de la puerta, y la mano del Dandy, que, hacía
alrededor del cuello de la vieja oficios de mani-
vela, se Wetuvo, y el Hombre Gris y, sus dos com-