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mento, notara que cubría su rostro extraña pali-
dez, pero, al mismo tiempo, notara en su mirada
y en su actitud la expresión de una voluntad de
hierro. Estaba resuelta á luchar.
Se acercó á un precioso mueblecito de limonci-
llo, colocado entre dos: ventanas.
En uno de los cajones que abrió, había una
caja de ¿bano que encerraba dos de esas pistoli-
tas de culata de marfil, que algunas mujeres un
tanto caprichosas y varoniles suelen tener, á ve-
ces, sobre el mármol de la chimenea.
Cogió lady Elena el estuche, y sacando las pis-
tolas examinó los cebos.
Los pistones estaban en su sitio y muy relu-
cientes.
Uno tras otro examinó los cañones, y metiendo
la baqueta, ésta produjo un sonidg mate al tro-
pezar con la bala. ES
—¡Ahora nosotros dos!-—dijo,
Guardó «el estuche en el cajón y las pistolas
en el bolsillo del vestido que llevaba puesto.
Luego, en vez de sentarse al lado del fuego,
abrió una de las ventanas, que como se recordará,
daba al jardín.
Y sentada al pie de la ventana, esperó.
La noche era silenciosa, y el jardín estaba de-
sierto.
Y, sin embargo, era por «el jardín por donde
había entrado otra vez el Hombre Gris.
¿Cómo suponer que pudiese encontrar otro ca-
mino?
Quedóse lady Elena con la vista fija en el jar-
dín, escuchando con gran atención todos los rui-
dos que llegaban hasta ella, y figurándosela á ca-
da momento que veía agitarse una sombra á lo
lejos.
No se movía nada empero, ni se oía el menor
ruido,