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mosa, que se diría que tiene veinte. Trabaja en
l un almacén de Picadilly, y todas las noches, al
| terminar mi trabajo, voy á buscarla... lo mismo
que la acompaño todas las mañanas antes de ve-
nir aquí.
¿Comprendéis ahora — preguntó Jonatan, — por
qué tengo miedo de ir allá abajo?
- ¡Ocho días separado de mi hija!
¿Acaso se sabe lo que podría ssuceder durante
ese tiempo?
Es muy linda, os digo, y en Londres abunda
la gente que no se dedica más que á hacer daño.
En Francia quizás se hubieran burlado de Jo-
natan,
El carácter inglés es mucho más grave, y cuan-
tos oyeron la confidencia, comprendieron la an-
siedad de Jonatan y uno de los que lo hicieron,
fué aquel albañil que se mantuviera apartado del
grupo, y que, no obstante, oyera todo.
Colden se acercó á Jonatan y le dijo:
—Entré aquí esta mañana, compañero, y si Os
tocase la suerte, no tendría inconveniente en ocu-
par vuestro puesto para ir á trabajar al interior
de la cárcel. No tengo ni mujer ni hijo que me
esperen «en casa, y eso no sería un gran sacrificio
para mí. :
Un murmullo de simpatía de los demás albañi-
les acogió la proposición de Juan Colden.
—Tienes muy buen corazón—contestó Jonatan
tendiéndole la mano.
—He aquí un compañero que paga noblemiente
la entrada—dijeron algunos.
De pronto hízose un profundo silencio, y todas
las miradas se fijaron en la verja, que se abrió
para dar paso á un hombre obeso que andaba con
un paso pesado y majestuoso, y llevaba en la
mano 'una calabaza hueca en la que hacía sona:
una colección de bolas numeradas,
y
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