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—Lo cual á mí me importa bien poco—dijo Cra-
ven. —Tengo que darle un recado: y cuando le haya
visto le volveré la espalda; y si los policemans
tienen necesidad de mí para prenderlc, echaré con
muy buena voluntad una mano.
—Eso sí que es hablar como un buen inglés,
tan cierto como yo me apellido Colcrane—con-
testó el maestro zapatero.
—Pero eso no impide que yo tenga absoluta
necesidad de verle—observó Craven.
Y Colcrane respondió:
—Cuando me enteré de que se había hecho fe-
niano, le eché de mi taller. No tengo inconvenien-
te en dar trabajo á los irlandeses, porque son
buenos obreros y se les paga mucho menos que
á los demás, pero ha de ser con la condición
de que no han de conspirar contra la libre In-
glaterra.
—De manera que ignoráis el taller en que tra-
baja ahora Colden.
—Es que no trabaja.
“—¿Y no sabéis en dónde podría hallarle?
—En la taberna de enfrente.
¿—¡ AH!
—Sí, todas las noches, entre diez y once de la
noche, tiene citas con un atajo de miserables como
él, á los que Inglaterra confunda.
—Gracias—dijo Craven.
Y dió un apretón de manos al maestro zapatero
y se encaminó hacia la taberna, diciendo:
—No soy tan buen inglés como maese Colcrane,
y me importa muy poco que haya fenianos, en
atención á que, desde que la policía se ocupa
de ellos, nos deja algo más tranquilos á nosotros,
los ladrones. Entró en la taberna.
En ésta había muy poca gente, y la primera
ojeada le bastó para convencerse de que Juan
Colden no se hallaba allí.
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