—¡Eb! ¡Con que calma habláis, Jefferies de lo
que se refiere á la muerte de un hombre!—dijo
uno de los mendigos.
—Lo que hace la costumbre—observó otro.
—Y además es preciso que todo el mundo se
-gane la vida—indicó la barrendera.
Jefferies estaba muy pálido, y con mano temblo-
na y febril, llevó á los labios la copa de ginebra
que le sirvió el tabernero.
La barrendera continuó:
—Dime; si te ofreciesen ¡en cambio la vida de
tu hija, ¿se la perdonarías á Juan Colden ?
El desventurado padre se puso lívido.
—¡Ah! ¡Ya lo creo! Mas: por ventura, ¿sería
esto posible?—dijo Jefferies.—No soy yo, sino que
el verdugo quien ahorca.
—Y después de todo—observó uno de los be-
bedores,—el verdugo no es más que un instru-
mento. EE
Aun cuando se negase á ahorcar á Juan Col-
den, no le salvaría, porque irían á buscar. los ver-
dugos de Manchester ó Liverpool.
—También es verdad.
—Matamos y no tenemos derecho á hacer na-
gracia de la"vida.
Y dejando bruscamente la copa sobre el mostra-
dor, huyó á la carrera. :
La barrendera decía entre tanto:
—La verdad es que toqué la cuerda del abor-
cado... y era lo que yo deseaba.
Jefferies siguió su camino con paso desigual é.
inseguro, unas veces lento y otras precipitado.
Hablábase á sí mismo, y sin cesar acudía á sus
labios el nombre de Jeremía. ;
Y esto era porque el desventurado padre ha-
bía visto á su hija la víspera por la noche, y la
encontró más pálida y decaída que anteriormente.
Por esta circunstancia, y á pesar de las seguri-