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—¿ Y eran muchos?
—Sí.
—¿ Cuántos ?
—Dos hombres y dos mujeres.
—¡Ah!
—Y oí que á una de las mujeres laa llamaban
Susana.
Estremecióse el gobernador.
—Hija mía—dijo el agente Simouns, —puesto que
sois unos pobres, tanto vuestro padre como vos,
no creo que os neguéis á ganar algún dinero hon-
radamente.
A los ojos de la joven demacrada asomaron al-
gunas lágrimas.
—¡Ah! ¿Y qué es preciso hacer para ello, señor?
—Muy poca cosa: decirnos la verdad de cuanto
oisteis la noche pasada.
Y al mismo tiempo sacó Simouns una guinea
muy reluciente y nueva.
De pálida que estaba, se puso encarnada la jo-
ven.
—Entremos en la casa—dijo Simouns.
Y se dirigió hacia la escalera, seguido del gober-
_nador y de la joven. . :
Al llegar al descansillo del segundo piso, encon-
traron una puerta entreabierta.
A través de ella vieron un viejo que estaba ten-
dido sobre un montón de paja.
Es mi padre—dijo la joven.
Simouns siguió subiendo.
En el piso superior había otra puerta abierta.
Entró Simouns en el cuarto á que correspon-
día.
De la ventana habían retirado la cuerda de nu-
dos, pero estaba aún allí, medio arrollada, sobre
el suelo. .
—Ya lo estáis viendo—dijo Simouns volviéndose
hacia el gobernador,—como no me equivoqué.