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la intención sin duda de no turbar el sueño del
niño.
¿De qué trataron la irlandesa y él?
El Dandy no lo supo.
Esperó con ansia más de una hora, temblán-
dole todo el cuerpo y sin atreverse á hablar al
sacristán.
Debíase esto 4 que su propia voz, repercutida
por los ecos de la iglesia, le asustaba.
—No tengo miedo de los vivos—pensó,—y es
indudable que no los temo. El Dandy es tan va-
liente como caballero, esto está fuera de duda y
todos lo saben, pero tengo miedo de los muertos...
¡Ah! ¡sí, mucho miedo!
Y el pobre diablo, no obstante su eoá Metal en
el Hombre Gris, echaba en aquel momento de me-
nos los más malos días de hambre y miseria, y
se decía:
—Confieso que preferiría estar en este momento
con el estómago vacío y tendido bajo las bóvedas
de Adelphi.
11 cabo volvióse á presentar el Hombre Gris.
—¿Tienes el saco?—preguntó al Dandv
—Aquí está.
'—En marcha, entonces.
—¿Pero es en serio esto? —preguntó, el Dn
—¿El qué?
—Pues eso de desenterrar un muerto.
—SÍ.
A su vez, y al oirlo, hizo el anciano sacristán
un gesto de asombro.
—¿No os dijo el abate Samuel que me obede-
cieseis?—le preguntó el Hombre Gris.
—Así es, Vuestro Honor.
—Pues bien, siendo así, escuchad lo que tengo
que encargaros.
—Mande Vuestro Honor.
—¿A qué hora abrís la veria del cementerio y
r
a