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El mendigo silbó por segunda vez.
Y, con mofa añadió:
—Esperemos un poco, que ahora vendrán los
compañeros.
En Londres, y en los momentos de peligro, los
ladrones acostumbran á avisarse por medio de
un silbido.
Juan no ignoraba esto, pero en Rotherite, 4 don-
de la casualidad había llevado al Dandy, no te-
nía cómplices ni nadie que pudiera obedecerle y
sin embargo, hizo un cálculo muy sencillo: que
en todas partes había agentes de policía y que
indudablemente, al oir el silbido, acudirían, por-
que despertaría sus sospechas.
Y no se equivocó.
A los pocos minutos resonaron unos pasos pre-
cipitados al otro extremo de la callejuella y Juan
pudo ver á unos policemans que acudían á paso
de carga.
Vieron, al Dandy en el suelo y á Juan que le
sujetaba, poniéndole la rodilla en el pecho.
A primera vista el Dandy, que estaba muy bien
vestido, parecía ser la víctima de un atracador,
porque Juan el mendigo estaba cubierto de andra-
jos. Se arrojaron sobre este último, lo cogieron
por el pescuezo y le quitaron la navaja.
El Dandy se creyó en salvo.
Juan, por su parte, no opuso ninguna resistencia,
No obstante, en el momento en que el Dandy
se levantaba y daba las gracias á los policemans
como á sus libertadores, echóse Juan á reir.
—¡Eh! ¿Conocéis esto compañeros ?—preguntó.
Y al mismo tiempo sacó del bolsillo una plaqui-
ta de cobre, sujeta á una correa, y se la puso
en el brazo izquierdo.
Al ver la placa quedáronse asombrados los dos
«entes. Aquella placa era' la insignia de un bri-
cada y por lo tanto de un jefe,
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