Y
y
—Mírala: Hace ocho días que el llanto humede-
ce sus ojos.
Al oir estas palabras del Hombre Gris, ocultó
Susana la cabeza entre las manos y se echó á
llorar.
—Pues esa mujer que veló á tu hija—siguió
diciendo el Hombre Gris con voz emocionada y
grave, —esa mujer que la asistió con el cariño y
abnegación de una hermana, olvidando para ello
su propia pena, ¿sabes tú quién es?
—No-—balbuceó Jefferies.
—Pues fué la compañera adicta, la esposa ante
Dios de un hombre al que tú conociste...
Sí, sí; de un hombre que ha muerto... que murió
en tus manos...
Estremecido, aterrado, retrocedió Jefferies.
—Esta mujer—dijo para concluir el Hombre Gris,
—era la compañera de Bulton.
Y el ayudante del verdugo dió un grito de ho-
rror y cayó de rodillas.
Quizás no había comprendido su infamia tal y
cómo la apreciaba en aquel instante.
—Pues bien; á esa mujer, que fué más que una
hermana para tu hija, no sólo tú mataste al hom-
bre al que amaba, sino que vas á hacer aún. mu-
cho más...
Con el pelo erizado contempló alternativamen-
te Jefferies al Hombre Gris y 4 Susana, sintiendo
que un tenebroso espanto henchía su corazón.
—Esta mañana estuviste en Welleslley square
—repuso el Hombre Gris.
Jefferies experimentó una sensación indefinible,
—El verdugo te dió sus órdenes...
Más pálido que un muerto bajó Jefferies la ca-
beza.
—De su casa sacaste, antes de venir aquí, un
paquete cubierto con sarga verde,