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—Arióra, estartis más á guslo-—observó Calali-
na sonriendo.
—Sí, es la verdad.
Contestó el Dandy, y al mismo tiempo abrió
el portamonedas del que sacó media guinea que
dejó sobre el mostrador.
—Pero ¿por qué pagáis, señor Dandy, puesto
que dejáis aquí vuestra ropa?
—Porque no tengo seguridad de volver yo mis-
mo á buscarla.
—¡ Ah!
—Sí, tal vez enviaré á mi criado—dijo el bueno
del Dandy con mucho énfasis.
Y viendo que Catalina cambiaba la media guinea
quedándose con una corta cantidad disponiéndo-
se á darle lo demás, la dijo: ]
—Quedaos con “todo, querida. :
Deslumbróse materialmente la joven y su aASOM-
bro no se había disipado aún, cuando el Dandy,
se hallaba muy lejos ya de allí.
Tenía necesidad de recobrar el tiempo perdido.
—El Hombre Gris no debe enterarse de lo que
me sucedió —pensó,—y, sin embargo, es preciso
que le lleve noticias de Juan Colden.
Al decir esto, el Dandy recorrió rápidamente
Trooley street, pasó por Elisabeth street y en se-
guida se internó en el dédalo de estrechas calle-
juelas que separan. el Borough' de Rotherite.
A la media hora se paraba, enfrente de la ca-
pilla del cementerio en el cual se habían reunido
lar víspera de la ejecución de Juan Colden, los je-
fes fenianos, el abate Samuel y el Hombre Gris.
El Dandy no entró, sin embargo, en el cemen-
terio, sino que, por el contrario, se fué á la ta-
berna, que como sabemos, estaba enfrente.
En ella no había nada más que dos bebedores
y, el tabernero,