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—¡Ah! Bien, sabía yo que vendrías 4 reunirle
con nosotros—continuó Nichols.
—Los tiempos son. muy malos, y no puede des-
preciarse el dinero del gobierno—respondió Pa-
tricio y fuese á sentar sobre la hierba del cemen-
terio.—¡Qué! ¿Os figuráis que el condenado á
muerte se halla en Rotherite?
—Sí, eso es lo que pienso—respondió Nichols,
—¿Por qué?
—Porque no puede estar en el Wapping en don-
de todo el mundo le conoce y tampoco se habrá
atrevido á refugiarse en el barrio de San Gil.
—Sí, pero puede estar en el de Southwark.
Estremecióse Nichols.
—En los alrededores de San Jorge—continuó Pa-
tricio.
—No, estoy seguro de que se líalla aquí—res-
pondió Nichols y por segunda vez se incorporó é
impuso silencio con la mano á sus compañeros.
Al otro lado de la capital del cementerio se
oía un paso, pero furtivo y desigual, que revelaba,
si no vacilación, á lo menos cierta prudencia.
Nichols se puso á hor ajadas sobre la tapia y,
saltó á la calle y pudo ver á un hombre que
trataba de pasar desapercibido ocultándose en la
sombra de una casa. Fuese corriendo á donde es-
taba y le cogió del pescuezo, pero el agredido, re-
sistió. »
—Si sois 'un ladrón, amigo, trabajáis en vano.
No llevo ni un penique encima y me sueno, con
los dedos á falta de pañuelo.
«—¡Juan!—exclamó Nichols.
—¡ Calla, pues si es Nichols!—dijo Juan el men-
digo porque era él, el mismo al que la víspera
asestara el Dandy tan fuerte golpe en la: cabeza y
al que Sultán, el perro de Terranova obedecien-
“5 á su instinto de salvador de ahogados, sacara á