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nes de estiércol! y un brazado de paja en un rin-
cón.
—Aquí estamos, compañeros, al nivel del agual
y además la cala no tiene salida alguna al exte-
rior—dijo Juan el mendigo.—Voy á cerrar la es-
cotilla y estaremos como en nuestra casa y siá
su señoría se le antoja gritar, puede hacerlo á
su antojo, pues me figuro que nadie oirá sus gri-
tos.
—¡Miserables!—pensó el Dandy cuyo corazón
dejó de latir.—Creo que me van á desollar vivo,
Cogió Juan un brazado de paja, lo llevó al cen-
tro de la cala y le pegó fuego.
—Ya sé lo que quieres hacer—dijo Nichols.
—Y yo también—añadió Patricio que frunció el
entrecejo.
—Pues yo no comprendo absolutamente nada—
dijo Macferson que dejó su fardo en el suelo.
El Dandy tampoco comprendía, mas tardó muy
poco en enterarse cuando vió que Juan le desata-
ba las piernas y le quitaba medias y zapatos.
—Milord—le dijo el mendigo con acento muy,
irónico, —vamos á tener el honor de interrogaros
y de vernos obligados á emplear ciertos medios
si no sois amable,
Y le quitó la mordaza.
—¡Miserable!—gritó el Dandy que recobró el uso
de la palabra y á quien el miedo dió alientos.—
El día menos pensado os ahorcarán á todos si me
hacéis el menor daño.
—Eso, depende de vuestra señoría—respondió el
mendigo.
Y pasado un momento en silencio, preguntó:
—¡ Vive vuestra señoría, en Rotherite? Suponga
que no.
—No—respondió el Dand;. :
—Y, sin embargo, ayer estuvo en el barrio)
—¡Qué os importa!