me ES uds
del imuro de ronda de la cárcel que no se oyese
el murmullo de la multitud que vociferaba con
más impaciencia á medida que se acercaba la hora.
Será preciso aplazar la ejecución- dijo el sub-
gobernador.
—Es imposible—respondió el gobernador.—Va-
mos, poneos en pie, Jobson.
—No puedo—balbuceó gimiendo el verdugo cu-
yas torturas no tenían fin.
Juan Colden habíase puesto muy pálido y com-
prendía que en aquellos momentos su vida depen-
día de 'uun milagro.
—Señores—dijo el abate Samuel, —el pueblo vo-
cifera y cada uno de sus gritos hace más doloro-
sa la agonía de este desdiciiado.
—Es preciso concluir—dijo el sherif.
—Es verdad—asintió el gobernador, y Jefferies
dió un paso para acercarse á él
Hace veinte años que soy layudante de Jobson
y creo «que, en caso de necesidad podré reempla-
rarle—dijo,—y si Vuestro Honor se digna permi-
tírmelo...
-Sí, sí—respondió el gobernador. ¡En marcha!
—y dejaron al verdugo que se retorcía con atroces
convulsiones.
El sheyif hizo la señal de que era preciso se-
guir adelante.
El abate Samuel sostuvo al reo y repitió la pa-
labra ¡valor! Jefferies se colocó á la derecha, y
el cortejo siguió la marcha.
No tenían que hacer más que atravesar el co-
rredor para llegar á la cocina, que era, como se
sabe, por donde tenía que pasar el condenado
á muerte. En la cocina habían colocado las gran-
des cortinas blancas que oculiaban todo y forma-
ban como un pasadizo.
La puerta que daba salida tal silio en que se
hallaba emplazado el cadalso estaba aún cerrada,