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pero, á través de ella se oía los aullidos y los
sordos estremecimientos de la muchedumbre que
esperaba con impaciencia para ver morir un hom-
bre.
En aquel instante sintió Juan Colden que se
debilitaba un tanto la firmeza de su alma ¿cómo
era posible que creyese aún que podían salvarle?
Era en ese mismo momento cuando se ofrecía
al condenado un vaso de vino.
El cocinero se presentó con una bandeja en la
que había un vaso lleno y Colden lo rechazó.
— ¿Para qué?—dijo, y echó á andar.
Abrióse la puerta y por un segundo detúvose
Colden ebrio de horror y sintiendo que le oprimía
la garganta ese misterioso espanto que la presen-
cia de la muerte impone á los más valientes.
Acababa de ver el patíbulo al mismo nivel de
la puerta y todo alrededor de él una nube de
cabezas que se movía y vociferaba. Los ayudan-
tes de Jefferies tenían aún encendidas las hachas
de viento, y del travesaño superior de la horc:
colgaba la cuerda.
¡Valor! —dijo el sacerdote y abrazó al reo que
hizo un esfuerzo supremo y franqueó el dintel
de la puerta pasando al tablado del patíbulo. Di-
rigió la postrera mirada á su alrededor y en ella
se leía un resto de apego á la vida mezclado con
la expresión de una resignación muy cristiana,
Jefferies le echó el lazo fatal alrededor del cue-
llo y Colden se volvió buscando con la mirada
al abate Samuel que ya no estaba allí.
-——Todo ha concluído—murmuró.—¡Que Dios sal-
ve á Irlanda!
Y cuando aun buscaba algún rostro amigo entre
aquella marea humana, Jeffleries le echó sobre los
ojos el negro capuchón y ya no pudo, ver nada
más.
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