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—Dispensadme—añadió el Hombre Gris,—si en
vez de retirarme en seguida me tomé la libertad
de subir á vuestro coche. Si lo hice, fué porque
no me desagradaba hablaros un momento.
Hablad—contestó lady Elena, —y si tenéis al-
go que decirme, estoy dispuesta á escucharos; pe-
ro—añadió con voz más baja,—me prestáis un ser-
vicio hoy, en honor de la verdad, un gran servi-
cio, porque si me hubiesen llevado á la preven-
ción, no habría tenido más remedio que darme
á conocer. Permitidme, pues, señor, que os dé
las gracias...
Intentó pronunciar estas últimas palabras con
tun fono afectuoso y no lo consiguió.
A pesar de todos sus esfuerzos, traslucíase el
rencor en su voz.
—Si me atreví, milady, á sentarme á vuestro
lado—siguió diciendo el Hombre Gris, fué por-
que quise disculparme vor haber faltado á la cita
que os había dado...
—¡Ah! Es natural...
-—Y como os había prometido deciros dónde se
hallaban las cartas que escribisteis á Ricardo...
Combprendió lady Elena que se había puesto pá-
lida y quizás deploró no hallarse aún entre el irri-
tado populacho que había podido jugarla una ma-
la pasada.
—Milady—dijo el Hombre Gris, —tenéis un ca-
ballo que corre demasiado y ya estamos muy cer-
ca del puente de Westminster. Si sigue á este paso,
dentro de poco estaremos en Belgrave square, y
por tanto, cerca de vuestra casa,
Bajó lady Elena el cristal delantero.
—Guillermo—dijo al cochero,—id al paso, atra-
vesad el puente, pasad por delante de la abadía,
seguid por Parliament street y llegad hasta Tra-
falgar square,
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