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—Ya os dije hace un miomento, milady, que es-
peraba de vos algo más que la salvación de mi
cabeza.
—¿De veras?
—Quiero que seáis mi aliada.
—¡Ah!
—Diré mejor; mi cómplice.
—¡Estáis loco!
—Escuchadme; vuestro padre hizo traición á Ir-
landa.
-Mi padre es inglés.
—Sea; no quiero discutir acerca de las pala:
bras. Quiero que sirváis 4 Irlanda.
Rióse lady Elena pero con una expresión cruel,
—Si alguna vez lo hago—dijo,—será obligada por
una fuerza irresistible.
—¡ Quién sabe?
Miróla el Hombre Gris, y una vez más estreme-
cióse palpitante lady Elena bajó la mirada que
la penetraba hasta el alma.
No obstante se irguió.
—Y, contáis, sin duda, con esas cartas que lal
casualidad, la traición Ó quizás un crimen pusie-
ron en vuestras manos. Porque las tenéis en vues-
tro poder ¿no es cierto?
—SÍ.
—¿ Y dónde las hallasteis?
—En el ataúd de Ricardo Harrisson.
Lady Elena ahogó un grito.
—¡Qué necia que fuí!—exclanió.—¡Debí habér-
melo figurado! ;
El Hombre Gris prosiguió:
-Pues bien, lady Elena, sabed que no es con
esas cartas con lo que yo cuento. Las guardo,
sin embargo, porque son un arma defensiva.
Sobre la que basáis esa esperanza de verme
algún día servir á4 Irlanda ¿no es verdad ?—pre-
guntó lady Elena con el mismo tono de mofa,
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