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de la puertecilla que, sin embargo, so abría y ce-
rraba á cada momento.
De vez en cuando deteníase un carruaje y unas
veces era 'un caballero el que bajaba, otras una
dama elegantemente vestida.
La puerta se abría y se cerraba en seguida y
el coche se alejaba. Si la cosa era de las prohibi-
das, el policeman que estaba de punto no tenía
tiempo de ver nada.
Aparte de esto la señora Burton pagaba su pa-
tente y el policeman no podía decir nada.
Una noche y en el momento en que los relojes
daban la una de la madrugada, dos hombres, dos
'aballeros, que ocultaban bajo los amplios abri-
gos el irreprochable traje negro y la corbata blan-
a, accesorios obligados de todo inglés que se res-
peta, que lo usa desde las nueve de la noche en
adelante, seguían á pie su camino| por la acera de
Ponton street dirigiéndose hacia la misteriosa puer-
ta del Infierno.
Andaban despacio como personas que tenían que
hacerse serias confidencias, y que no tenían nin-
guna prisa para llegar á su destino.
—Sabéis, querido, —decía uno de ellos suspiran-
do, —que Londres ha cambiado mucho durante sie-
te ú ocho años.
El que hablaba de este modo era un hombre
de unos treinta y seis años, alto, rubio, de aspecto
militar. Gastaba bigote lo que no se había visto
en los oficiales hasta después dela guerra de
Crimea.
-—¡Bah! llos querido, será siempre la ca-
pital del mundo y en la que una libra esterlina
varía sin contradicción y procura todos los go-
ces posibles, —respondió su compañero, un, ado-
lescente casi imberbe.
=Esperaba esa contestación, querido b; ron”, :