mente debajo de la lamparita encontraron una se-
gunda puerta, ¿
Dió el baronet dos golpecitos muy discretos y
luego uno más fuerte. De aquel modo ra como se
anunciaban los concurrentes á la casa.
Se abrió una segunda puerta, y los dos visilan-
tes pasaron de una semiobscuridad á una claridad
más viva.
Se encontraron en un saloncito á la inglesa que
estaba desierto y desprovisto de todo lujo.
Había una chimenea, y en ésta fuego y al lado
una tetera, y en el centro del saloncito una mesa
con mantel, y tun servicio para té, y á su lado una
respetable señora con el pelo blanco, peinado en
bucles.
Tenía las manos cargadas de sortijas, un traje
muy pulcro, era ase. ta y debía haber sido muy
linda hacía treinta ó cuarenta años, conservando
aún una sonrisa muy agradable y tuna mirada llena
de fuego. Se habría dicho que era la esposa res-
petable de algún elevado magistrado ó de un al-
derman de la City.
—Buenos días, mamá Margarita, —dijo el baro-
net sir Milchell saludando á la anciana y besándola
respetuosamente la mano.
— Bien venido, hijo mío, — respondió la anciana
con un acento lleno de emoción de una verdadera
abuela y al mismo tiempo miró con curiosidad
al mayor al que el baronet cogió de la mano di-
ciendo:
—Os presento, mamá, á tuno de mis mejores ami-
gos, el mayor Waterley.
La anciana señora se inclinó con tanta gracia,
como podría haberlo hecho la mujer de un par
del reino en las recepciones de la reina Victoria,
—Podéis entrar, hijos míos, —dijo al mismo
"tempo.
Ls mayoz Wat<-ley, no pudo, por menos de diri-