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tes y sentía como 'una creciente embriaguez, que
Se le subía á la cabeza al respirar los penetran-
tes perfumes de que la atmósfera estaba impreg-
nada y al admirar aquellas brillantes bellezas, al-
gunas muy medianamente vestidas.
—Ante todo vamos á jugar una partida de whist,
—dijo el baronet.
Sentáronse á una mesa de juego, y un caballero
al que sir Mitchell saludó con. el gesto, ocupó un
asiento á su lado. El baronet hizo un signo al
mayor como queriéndole decir: «Este caballero
está iniciado también en las voluptuosidades del
opio.» Y, en efecto, cuando estuvieron presenta-
dos el uno al otro y mientras que se barajaban
las cartas, el recién llegado, al que llamaban sir
Roberto Hatton, dijo sonriendo al mayor, -
—/ Fumáis? :
—SÍ,
—Pues luego bajaremos juntos cuando sea hora.
—¡Ah! ¿Hay también hora señalada para eso?
—preguntó el mayor,
' —Sí, no se fuma más que á las cuatro de la
mañana,
—¿ Y por qué?
—Porque á esas horas no quedan aquí más que
personas inteligentes que prefieren las voluptuo-
sidades divinas á los placeres groseros.
—Gracias, por la parte que me toca, Roberto, —
dijo sir Carlos.
—¡Ah! Es verdad que tú no fumas.
—No, por cierto,
—Entonces no sabes lo que es la felicidad sin
límites.
El baronet se encogió de hombros. Sir Roberto
era un aficionado entusiasta.
—Sois unos ignorantes todos los que despreciáis
el opio, —añadió, —y no sabéis que, mientras tan-
lo que el cuerpo empieza á quedarse aletargado