115 =
—¿Es que también perdísteis otra partida?
—No, es que á mí me fascinó otra sirena.
—¡Ah!
—Sí, una sirena que, como podéis suponer muy
vien, no vendrá jamás á estos lugares
—¿ Y fué ella?...
—Ella fué la que, por motivos que no me quiso
revelar, deseó que el mayor y la Sirena se co-
nociesen.
—¿Y se puede saber el nombre de vuestra si-
rena ?
Sí, —dijo el marqués,—es lady Elena Palmure.
Al oir este nombre lanzó Carlos Mitchell una ex-
clamación de asombro.
—Que me cuelguen ahora mismo delante de la
puerta de Newgate como cómplice de los fenianos
si entiendo ni una palabra de esto.
—Y á (mí lo mismo,—respondió el marqués como
un eco.
Entre tanto los salones de la señora Burton íban-
se quedando desiertos poco á poco, y se acercaba
la hora de los fumadores de opio,
V
Aquella misma mádrugada y á eso de las cinco,
Se paraba un carruaje, cuyas cortinillas todas es-
taban corridas con mucho cuidado, en la esquina!
de Panton street y de Hay Market.
Hacía más de una hora que estaba allí y había-
se podido creer que el cochero esperaba á sus
amos y, por lo tanto, que el coche estaba desocu-
pado, á no haberse visto de vez en cuando que
una de las cortinillas se levantaba para dejar aso-
mar una cabeza de mujer que dirigía á la calle una
mirada investigadora. De cuarto en cuarto de hor:
se abría la puerta del Infierno y salía una pareja.
Cada uno de los invitados de la señora Burtos
llevaba del brazo á una de aquellas fáciles betú:..