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El único que estaba verdaderamente asombrado,
era el señor Bardel.
—Ponme en posesión de tu coche, —dijo el Hom-
bre Gris dando diez soberanos de oro al cochero.
—Seguidme, señor Bardel, |
Y los tres salieron por una puerta que existía en '
el fondo de la taberna y comunicaba con el pa-
tio. !
Y en éste, Bardel, cada vez más admirado, vió
al Hombre Gris ponerse el carrik y sombrero del
| cochero, subir al pescante y empuñar las riendas
Í y el látigo.
En el momento en que arrancaba el carruaje, el
Hombre Gris se encaró con Bardel diciéndole:
—Id en busca del reverendo y, decidle que en-
Y contrasteis 'un carruaje.
El verdadero cochero, convertido en rentista, en-
tró en la taberna y el improvisado se fué con su
coche á esperar delante de la puerta de la cárcel.
” Era la niebla tan densa, que mientras el señor
4 Bardel entraba en la cárcel, el Hombre Gris no
pudo por menos de decirse:
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—Puedo llevarle perfectamente á Spite field al
bueno del reverendo y como está tan obscuro, ciee-
h K £ a] , :
, 4 que va á Elguin Crescent.
Y, en efecto, el reverendo Pedro Town, que se
había presentado muy agitado en Bath Cold fields,
se calmó en cuanto leyó la carta que estaba fir-
mada por Simouns y que le entregara Bardel.
La razón alegada por el pretendido agente de
policía, era tan plausible y verosímil al mismo
tiempo que el reverendo no dudó ni un solo ins-
7: tante de la veracidad del aserto porque creía que
GN los irlandeses debían tener formado alrededor de
1H la cárcel un verdadero cordón humano que habría
impedido la entrada del niño.
De esto resultaba que Simouns obraba con mu-
cha habilidad ocultando al niño y, esperando al
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