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la casa del reverendo. Cuando se detuvo el co-
che la Fanoche seguía aún desmayada.
—Te la confío, —dijo Simouns y se fué á la pre-
vención.
En el momento en que la lexmaestra de párvu-
los empezaba á moverse en su asiento, ocupó el
suyo Simouns llevando un legajo que era la de-
claración de aquella.
—¡A Newgate!—dijo al cochero y apenas se pu-
so en movimiento el carruaje abrió los ojos la
Fanoche.
—¿En dónde estoy ?—preguntó y vió primero al
negro y después al agente y se figuró que eran,
dos desconocidos.
—¿Qué me quieren estos hombres ?—balbuceó
y 'una voz que la hizo estremecer la respondió:
Estáis en poder de dos agentes de policía que
os conducen á Newgate de donde no saldréis más
que el día de vuestra muerte. '
— ¡Ah! ¡Esa voz! — murmuró la Fanoche. —¿ En
dónde la of?
—Eso te enseñará, miserable, á no hacer trai-
ción al Hombre Gris,—y al oirlo, dió la Fanoche
un grito y se desmayó.
Un cuarto de hora después la puerta de Newga-
te se cerraba tras ella y Simouns hacía entrega
de ella al gobernador, Desde entonces ningún po-
der humano podía salvarla.
—La hora de Dios llega tarde Ó temprano, —
murmuró el Hombre Gris, y salió de Newgale.
El carruaje esperó á la puerta mientras se veri-
ficaba la entrega de la Fanoche en la cárcel, ce-
remonia que no duró ni diez minutos porque, de
haberse tratado de verdaderos agentes de policía
habría aquella resistido quizás, pero el Hombre
Gris la dominaba de tal manera que no se atrevió
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