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sa, en un lugar, en fin, como el hombre más ena-
morado soñara para idolatrar á su ídolo.
En sus labios apareció una sonrisa y, entró en
el improvisado gabinete.
Llego el primero, —se dijo,
En efecto, allí no había nadie.
Apenas dió algunos pasos por aquel lugar, cuan-
do se presentó lady Elena.
Llevaba puesto ésta un traje de terciopelo ne-
gro que realzaba aún más la belleza y blancura de
sus hombros y "brazos desnudos.
Su abandonada cabellera suélta y peinada en
bucles, caía á los dos lados de su cuello de cisne,
—Está bien; veo que sois puntual, —dijo.
Y se acurrucó como una hermosa pantera en
el fondo de una otomana, señalándole al mismo
tiempo un asiento á su lado.
—¿Me amáis aún?—preguntó.
—Lo mismo que vos me amáis'A mí, —respondió
el Hombre Gris.
Púsose de rodillas delante de ella y empezó á
hablarla con el lenguaje elocuente y seductor de
la. pasión.
Empleó ese lenguaje que sólo se habla al otro
lado del estrecho, es decir, en Francia ó6.en Ita-
lia, y que los ingleses ignoran siempre.
De pronto interrumpióle lady, Elena con una
carcajada y poniéndose en pie,
—¡Qué loco sois!—exclamó.
Púsose también en pie el Hombre Gris, pero sin
manifestar sorpresa alguna.
—¿De veras os parece que estoy loco? -— pre-
guntó.
—Sí, sois un loco y un necio...
—¿Da veras? ¿Y por qué?
—Porque, —respondió lady Elena con una voz
acerada por lo irónica y al mismo tiempo que le