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envío con el saludo de aquel á quien tarde ó tem-
prano amaréis.» ]
Un relámpago de furor centelleó en la mirada
de lady Elena.
—¡Ah!—exclamó.—¡Ahora que ya no te temo,
hombre enigma, es cuando va 4 empezar la guerra
entre nosotros! '
Wi
Pasó al cabo aquel interminable domingo, por-
que puede decirse que no hay nada más largo y
triste que un domingo en Londres.
Todo está cerrado, almacenes, tabernas, cafés, y
la gente que cifcula por las calles lo hace con silen-
cio y recogimiento, devoción al menos por costum-
bre, pero todos parece que se aburren, y muchos
bostezan y miran al cielo como si deseasen que se
acabase pronto el día. Por último hácese de noch,
encienden el gas y se abren algunos establecimien-
tos públicos; el correo, que descansó durante el día,
expide las cartas del extranjero y provincias y el
tabernero aparece tras su mostrador con el delan-
tal, la chaqueta ó frac negro y la corbata blanca.
Al pueblo inglés, durante la noche del domingo,
le pasa lo que al turco con el Ramadan, es decir,
al día siguiente del ayuno.
Procura indemnizarse de un día de abstinencia
con febril ardor.
En los barrios pobres, en el Wapping, White Cha-
pel, Rotherite, Borough y Southwark, las tabernas
empiezan á llenarse á las ocho de la noclra.
El policeman, siempre respetado, se muestra has-
ta indulgente y no coge á los borrachos por el
pescuezo más que cuando el escándalo es dema-
siado grande.
En esas noches aparenta mo ver á los que sa
alejan haciendo arabescos y eses, y pasa por d2-
lenta do Jas tabernas sin mirar á través de los