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—Voy 4 echar una copa.
—Por Dios, Patricio...
—¡Qué pesada te pones, mujer!—contestó Pa-
tricio encolerizándose.—¡ Déjame que vaya á don-
de se me antoje que bastantes malos ratos pasé
en la cárcel! ¿Quieres tú tenerme ahora encerrado ?
techazó á su esposa con brusco ademán, abrió
la puerta y se marchó.
El pasaje en que vivía estaba más animado que
durante «el día y una porción de hombres y mu-
jeres andrajosos se cruzaban en todos sentidos.
—¡Eh! ¿Ya saliste de la cárcel, Patricio?—le di-
jeron.
—Sí, amigos míos, adiós y gracias,—contestó Pa-
tricio dirigiéndose con paso rápido á Adams street
situada al final del pasaje.
Se había propuesto iy 4 pasar la velada á la
taberna de Querís Elisabeth.
El establecimiento que llevaba «el nombre de ta-
berna de la Reina Isabel, estaba situado en las
orillas del Támesis entre el puente de Londres
y el palacio de Lambeth.
La cerveza que despachaban allí era excelente
y costaba 'un poco más cara, pero esto le impor-
taba poco porque llevaba bien provisto el bolsillo,
Se metió en un dédalo de courts y de lanes, 1es
decir de pasajes y callejuelas para atajar lo que
'en Londres se consigue con los pasajes que acor-
tan mucho las distancias, y así llegó al cabo á una
alle completamente desierta en la que oyó ruido
de pasos á su espalda.
Instintivamente, y como si de pronto le impre-
sionasen los presentimientos de su mujer, se paró
en el lacto y esperó 4 que, el que le seguía se
acercase. Se detuvo al pie de un farol.
El ¡paso se percibía cada vez con más claridad
y no tardó en aparecer un hombre en «el círcu!:
luminoso ¡producido por el faro!