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—¡Dios miío!—exclamó acercándose con las ma-
nos extendidas al cadáver.—¡ Mi marido resucita!
¡Patricio! ¡Patricio! ¡El buen Dios hizo un mila-
gro! Abre los ojos, resucita.
Y, en efecto, pudo verse entonces una cosa lex
7 traña, después de echar algunas gotas de bellado- ,
na en los ojos del muerto el Hombre Gris, dejó
caer los párpados y los ojos se cerraron.
De improviso los párpados empezaron á levan-
tarse y los ojos se abrieron desmesuradamente
como si quisiesen fijarse en la multitud.
Veinte personas repilicron el grito de asombro '
de Isabel y por un momento reinó una emoción
“ayana en el espanto.
] El Hombre Gris cogió á la viuda del brazo y
deteniéndola á poca distancia del cadáver la dijo:
—Por desgracia, buena mujer, vuestro marido
no resucita y yo no tengo poder para hacer mila-
gros. Lo que hay es que el zumo de belladona
que le eché en los ojos los dilata y agranda de
una manera extraordinaria de tal modo que los
párpados son pequeños para cubrirlos.
El respeto que todos tenían á la justicia era
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E tan grande que bastó una sencilla señal del magis-
trado para que se restableciesa el orden y el si-
E lencio.
Mientras tanto que el Hombre Gris colocaba su
aparato casi enfrente del cadáver, los individuos
S que lo habían llevado abrieron una caja y de ella
7 sacaron un baño de porcelana y una porción de il
frascos que contenían las drogas empleadas por r
los fotógrafos.
Al lado de la sala que servía de habitación á la
familia de Patricio había un cuarto obscuro ep
el que la mujer de aquél guardaba sus ropas.
El Hombre Gris se fijó en aquel cuartito cuya
puerta estaba abierta,
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