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un botecillo que amarró en la argolla de hierro
que llamara la atención á lady Elena. El bote no
lo vió nadie, porque el Hombre Gris lo halló 4
la salida en donde lo dejara. En menos de un
cuarto de hora atravesó el Támesis, llegó á South-
wark y dejó el bote en el sitio que lo hallara, in-
ternándose después en el dédalo de callejuelas que
rodean á San Jorge que estaban' sumidas en la
obscuridad y el silencio.
La lámpara habíase apagado en lo alto del cam-
panario y no pasaba nadie por el lado del cemen-
terio cuya verja sólo estaba ajustada para que el
[lombre Gris pudiese entrar cuando quisiese. En
el momento en que se acercaba, le pareció que oía
algo semejante á un quejido, Entró en el cemen-
terio y siguió por entre las tumbas el sendero que
iba á parar á la puerta del coro y entonces pudo
oir con más claridad los gemidos, y dando algu-
nos pasos vió una forma que estaba acurrucada
en «el dintel de la puerta, Era un hombre que te-
nía apoyada la cabeza entre las manos y como la
noche era obscura y muy espesa la' niebla, no
distinguió su rostro. Por esto se detuvo brusca-
mente preguntando:
¿Quién está ahí?
Púsose en pie el interpelado respondiendo:
—Soy yo, el Dandy.
—¡Ah! ¿Eres tú?—dijo el Hombre Gris que re-
conoció la voz.—¿Qué es lo que tienes? Cualquie-
ra diría que estás llorando.
—Y sin consuelo, —gimió el Dandy,
—¿ Qué te sucedió ?
—Una desgracia puramente personal y' que no
interesa, señor, á nadie más que á mí,—añadió
el Dandy y el Hombre Gris le cogió del brazo.—
¡Silencio! —le dijo.—No metamos ruido aquí. Ya
ma contarás todo eso allá arriba y, es más que